sábado, 28 de septiembre de 2013

Y de repente Otoño

De una manera casi trágica, el cielo se nubló. Parecía que un mago hubiese enviado una legión de nubes de un segundo para otro. El Sol no tardó en rendirse ante aquel grisáceo enemigo. Sus rayos, antes claros, brillantes y fuertes se tornaron de pronto débiles. La sonrisa desapareció de su candente rostro y su calor perdió intensidad hasta que ni siquiera pudo seguir llamándose calor. Asediado en su castillo celestial, encarcelado en una celda y custodiado por grises guardianes, aullaba de dolor, de ansias de libertad. Se revolvía en su prisión y cada movimiento iluminaba el cielo con un furioso relámpago de ira solar. Pero cada rayo iba seguido del trueno producido por los golpes furibundos de los cenicientos soldados que lo custodiaban, que trataban de reducirlo.
En el resto del castillo, nubes blancas apresadas lloraban de dolor al escuchar la tortura que se producía en aquella celda. Sus lágrimas caían con fuerza sobre la tierra, alertando al mundo de la situación. Pero el turno del reinado del Sol había finalizado y nada sino el tiempo podría remediarlo. Los árboles, incrédulos, dejaban caer sus hojas alfombrando calles, plazas, prados y riberas, esperando que el poderoso cautivo pudiera ver desde las alturas su muestra de apoyo y dolor. Pero seguía preso.
Porque así, con la tortura del astro rey, igual que cada tarde anochece, aquel día otoñeció.